Te pregunto cómo ves las flores de mi jardín.
Crece un
silencio tan dubitativo que pienso en la peor respuesta, mientras las contemplo
con mirada ilusa pensando que a mí me parecen hermosas y que lo único que
necesitan es un poco de tiempo para rebrotar y mucho amor para que florezcan.
Entonces
regresas de ése espacio paralelo al que cada vez te pierdes con mayor
frecuencia, y me contestas, como si estuviéramos hablando de zapatos, que bien,
que las flores están bien y que esperas que vivan.
Ahora pienso
que tal vez tu respuesta ha sido como una adivinanza, un vaticinio, una
metáfora que emergía desde la raíz, acotando el bulbo entre tanta tierra
herida. Porqué, es curioso… curioso, sí. Curioso, y no quiero decirlo de
otra manera, pero es curioso que tú, precisamente tú, me digas con palabras
ausentes de tu boca que esperas que las flores de mí jardín vivan.
Tú, que
media hora después, entre pasos con zancadillas y serpenteantes delicias primaverales,
de camino al punto de partida, cogidas de la mano como madre e hija... me cuentes que estás cansada de vivir. Tú. Mi madre.
¿Y cómo
pretendes ahora que mire y que mime las flores de mí jardín?
... Ése jardín
que tú misma me ayudaste a sembrar…